Todo aquí es limpio; de una rigidez y
silencio que hace que las cosas lejanas, indescifrables, en perpetua
metamorfosis de noche atravesada  de
niebla atravesada por ojos que huyen eternamente. 
Crucé el jardín, de geometría  desconocida para mí, y como todas las puertas
están abiertas  y nadie impide mi fatal
vista me hallo, ajeno ya en mí mismo, en la sala primera del gran edificio.
El techo que imita a un cielo de nubes minerales entre planetas inmóviles; la luz,
que no puedo sospechar su origen; las paredes y el suelo de piedra fría casi
transparente; la quietud, la absoluta
quietud. 
Siento y sin posible fuga, que este
hospital, cada de enigmas  o asilo de inocente ignorancia,  es la agonía de la ciudad que antes
recorrí,  su vientre o corazón extraviado
en la quietud; su ritual y comunión
con los muertos. Pues si esta casa es Revelación en lo Atroz con los muertos,
es también el caos antiguo y sin tiempo, el caos donde vive, en eternidad, Aquelarre: la niña  de las niñas; que devora a los hombres, que
son ya delirio, por piedad o por secreta alquimia analogía de la lluvia. 
Miguel Ángel Bustos 
El Himalaya o la moral de los pájaros






