1 de noviembre de 2015

Concepción del poema



Concepción del poema III


No es la posesión ni el ocio quienes
hacen que la vida sea digna
de ser vivida.
                   No son conceptos de prestigio,
en su más honda y fría concepción medieval,
los inseguros planteamientos que, ahora, podrían incidir
en la composición de este poema. Sin embargo, según los humillantes
y honorables rasgos de la Antigüedad, el poeta es excelso
intérprete de mitos, es profeta y vidente, su trabajo es misterio
y su palabra, impersonal y lúcida, es adivinación
y mágica locura.
                        No basta
con nombrar a la rosa. Deben ser ofrecidos sus pétalos de forma
que el vocablo y las letras que lo componen ardan bajo la ira
de un diminuto dios que olfatea su muerte.

Dibujar en el agua una flor; descomponerla luego
arrojando una piedra, u otra flor, al estanque donde vivió su imagen.
                                                 Destruir y crear. He aquí
                                      dos palabras, dos bellos gestos que
nos producen placer. ¿No surge el arte
de las más dolorosas y turbias experiencias
de la razón? Construir un paisaje
con las ruinas de otro, y con la sombra de un vocablo
iluminar la vida.
                      He atravesado así
el santuario en el que las palabras son destino
y origen, tiempo sobre el que razas primitivas
transcribieron su historia. Signos, trazos helados, cuyo llanto es eterno.
                                                                 Fríos
restos ornamentales, inseguro silencio,
voces conscientes de su finalidad, cuyo rumor es canto.
                                                                                  Lejos de la función mágica
con que la imagen fuera concebida al principio,
nos entristecen hoy sus lejanos colores porque, en ningún momento, las frías huellas
de la belleza como especulación
es lo que contemplamos. Un bello juego
que la mano del hombre convirtió en magia más tarde. Sólo así pudo el arte
poseer una forma: féretro o jardín donde reposa
su efímero esplendor. Palabras dibujadas
como halcones heridos, como sueños
que la luz del otoño aniquilara. Formas
que no fueron pensadas como ornamentación y, sin embargo, mediante joyas y amenazas
-Miguel Ángel, Rafael...-, crearon en la bóveda
una lejana historia
herida de belleza. Belleza herida por la belleza misma.
                                                                               Las flores,
cuyo séquito nos repite su imagen infinita, lloran sobre la alfombra
y el tapiz de palacio: Su presencia es el arte.


Diego Jesús Jiménez

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