27 de noviembre de 2015

El viaje, Miguel Ángel Bustos





Todo aquí es limpio; de una rigidez y silencio que hace que las cosas lejanas, indescifrables, en perpetua metamorfosis de noche atravesada  de niebla atravesada por ojos que huyen eternamente.

Crucé el jardín, de geometría  desconocida para mí, y como todas las puertas están abiertas  y nadie impide mi fatal vista me hallo, ajeno ya en mí mismo, en la sala primera del gran edificio. El techo que imita a un cielo de nubes minerales entre planetas inmóviles; la luz, que no puedo sospechar su origen; las paredes y el suelo de piedra fría casi transparente; la quietud, la absoluta quietud.


Siento y sin posible fuga, que este hospital, cada de enigmas  o asilo de inocente ignorancia,  es la agonía de la ciudad que antes recorrí,  su vientre o corazón extraviado en la quietud; su ritual y comunión con los muertos. Pues si esta casa es Revelación en lo Atroz con los muertos, es también el caos antiguo y sin tiempo, el caos donde vive, en eternidad, Aquelarre: la niña  de las niñas; que devora a los hombres, que son ya delirio, por piedad o por secreta alquimia analogía de la lluvia.

Miguel Ángel Bustos 
El Himalaya o la moral de los pájaros



12 de noviembre de 2015

Testigo de excepción



Testigo de excepción


Un mar, un mar es lo que necesito.
Un mar y no otra cosa, no otra cosa.
Lo demás es pequeño, insuficiente, pobre.
Un mar, un mar es lo que necesito.
No una montaña, un río, un cielo.
No. Nada, nada,
únicamente un mar.
Tampoco quiero flores, manos,
ni un corazón que me consuele.
No quiero un corazón
a cambio de otro corazón.
No quiero que me hablen de amor
a cambio del amor.
Yo sólo quiero un mar:
yo sólo necesito un mar.
Un agua de distancia,
un agua que no escape,
un agua misericordiosa
en que lavar mi corazón
y dejarlo a su orilla
para que sea empujado por sus olas,
lamido por su lengua de sal
que cicatriza heridas.
Un mar, un mar del que ser cómplice.
Un mar al que contarle todo.
Un mar, creedme, necesito un mar,
un mar donde llorar a mares
y que nadie lo note.

Francisca Aguirre

O contador de historias



Otra oportunidad 


Hermoso como los caracoles que se juntan en el agua caliente se levanta el árbitro de las abejas en la plantación inagotable de los nuevos errores.
Poesía pudo ser un cerebro que bailoteaba fox-trot en el túnel de los átomos pesimistas y poesía la liebre del rey escaqueándose por la ventanilla invernal de las secretarias eclécticas.
Amó al pájaro que florece y al cerrajero incunable hervido por los profetas.
El poeta es un buzo en traje de luces a prudente distancia de cualquier esposa.
Con solo escuchar la palabra noche se deshace la madeja de los estanques y las campanadas hundidas interceden por los camareros pecosos que entierran vivos en los cubiletes de arena lunar.
He visto cruzar por tu frente un pelotón de girasoles con destino a la Eneida.
La certeza de los que fracasan multiplicaba por tres la utilidad de la Tierra.
Hermosa como un ciclista al romper la cinta de las alpargatas en la Vuelta del Más Allá baja la hermana nieve a testimoniar su influencia sobre el agua secreta.
Poesía fue el hígado de Prometeo que guardaba Jiří Kolář en la mesilla de noche.
Poesía el malhumorado corazón del camarada Osiris plantado por el inatrapable en cada barómetro de la Acrópolis.
Se mire por donde se mire la brisa de los abanicos tiene demasiadas reticencias con el moho de los incensarios.
Hermoso como los caracoles que se juntan en el agua caliente y los gorriones borrachos de Dylan Thomas, el poeta aguarda tralarí tralará otra oportunidad.

J.C. Mestre
(del libro La bicicleta del panadero)


9 de noviembre de 2015

La carta





He besado el pico de los pájaros
que caen de la rota rama del invierno,
su garganta de luz 
muriendo en la mañana.

He besado otras bocas que no eran pájaros,
su lenta confusión de relojes de arena
gimiendo en el océano,
su lengua de algas,
su cálida rosa de agua blanca que cubre
el escondite de las vísceras. Su sal. 

Ester Folgueral
(del libro Toma de tierra)

1 de noviembre de 2015

Concepción del poema



Concepción del poema III


No es la posesión ni el ocio quienes
hacen que la vida sea digna
de ser vivida.
                   No son conceptos de prestigio,
en su más honda y fría concepción medieval,
los inseguros planteamientos que, ahora, podrían incidir
en la composición de este poema. Sin embargo, según los humillantes
y honorables rasgos de la Antigüedad, el poeta es excelso
intérprete de mitos, es profeta y vidente, su trabajo es misterio
y su palabra, impersonal y lúcida, es adivinación
y mágica locura.
                        No basta
con nombrar a la rosa. Deben ser ofrecidos sus pétalos de forma
que el vocablo y las letras que lo componen ardan bajo la ira
de un diminuto dios que olfatea su muerte.

Dibujar en el agua una flor; descomponerla luego
arrojando una piedra, u otra flor, al estanque donde vivió su imagen.
                                                 Destruir y crear. He aquí
                                      dos palabras, dos bellos gestos que
nos producen placer. ¿No surge el arte
de las más dolorosas y turbias experiencias
de la razón? Construir un paisaje
con las ruinas de otro, y con la sombra de un vocablo
iluminar la vida.
                      He atravesado así
el santuario en el que las palabras son destino
y origen, tiempo sobre el que razas primitivas
transcribieron su historia. Signos, trazos helados, cuyo llanto es eterno.
                                                                 Fríos
restos ornamentales, inseguro silencio,
voces conscientes de su finalidad, cuyo rumor es canto.
                                                                                  Lejos de la función mágica
con que la imagen fuera concebida al principio,
nos entristecen hoy sus lejanos colores porque, en ningún momento, las frías huellas
de la belleza como especulación
es lo que contemplamos. Un bello juego
que la mano del hombre convirtió en magia más tarde. Sólo así pudo el arte
poseer una forma: féretro o jardín donde reposa
su efímero esplendor. Palabras dibujadas
como halcones heridos, como sueños
que la luz del otoño aniquilara. Formas
que no fueron pensadas como ornamentación y, sin embargo, mediante joyas y amenazas
-Miguel Ángel, Rafael...-, crearon en la bóveda
una lejana historia
herida de belleza. Belleza herida por la belleza misma.
                                                                               Las flores,
cuyo séquito nos repite su imagen infinita, lloran sobre la alfombra
y el tapiz de palacio: Su presencia es el arte.


Diego Jesús Jiménez