La rumia
Murió mi
eternidad y estoy velándola.
…y el abuelo con su pecho de tronco.
Ya no queda.
Desde mañana! no he dejado de memorar
el sol aquel, la piara veintenaria, sus balidos volviendo el
cuello,
el generoso macho que peleaba hasta
sangrarle la testuz, filósofo cabrío,
el regreso, por caminos de polvo color de uva,
hacia casa, donde la puerta se abría sola cuando
sonábamos llegando; ya
no queda, sino así, de papel,
cuyas son nuestras
lápidas en vida.
En el establo,
tibio hacia adentro, hacia el olor, familiar y enigmático,
padre ordeñaba, depositando con unción
un puñado de yeros junto al hocico de las más lecheras,
que mimábamos, venturosos todos, y ellas.
Después,
vendimiadas todas la ubres,
comulgado el cubo hasta el borde, pátina colmada,
padre se recuesta fumando contra un saco de pulpa
y, semicerrado de ojos dentro de su historia, escucha
la rumia de los queridos animales (allí, en tal rincón
nos ha quedado su fantasma a todos, que tendrá frío).
Esta noche,
tan serena como aquellas, sino más adelante,
padre fuma en el comedor,
yo, frente a él, fumo, súbito, con su permiso,
que tú me lo diste!
Y qué no diera por mostrarle al viejo
una almorzada de yeros sobre la mesa
para que sepa que aquel grano quedóseme en el alma
y para que me mire, haciendo memoria, a punto
de sombríos, mientras fumamos hoy, a las doce.
Pero faltaría
la rumia, la oración aquella (qué fueran unos yeros),
faltaría el olor del ganado, el lamento
del choto mínimo faltaría, habría
pretérito suficiente
para que el símbolo desnudo
nos haga daño en la médula dorsal del corazón.
Mejor callar, fumar,
todos dos en silencio, padre e hijo.