El óxido se posó en mi lengua como el sabor de una
desaparición.
El olvido entró en mi lengua y no tuve otra conducta que el
olvido,
y no acepté otro valor que la imposibilidad.
Como un barco calcificado en un país del que se ha retirado
el mar,
escuché la rendición de mis huesos depositándose en el
descanso;
escuché la huida de los insectos y la retracción de la
sombra al ingresar en lo que quedaba de mí;
escuché hasta que la verdad dejó de existir en el espacio y
en mi espíritu,
y no pude resistir la perfección del silencio.
No creo en las invocaciones pero las invocaciones creen en
mí:
han venido otra vez como líquenes inevitables.
La fermentación del verano se introduce en mi corazón y mis
manos se deslizan cansadas en la lentitud.
Vienen rostros sin proyectar sombra ni hacer crujir la
sencillez del aire;
sin osamenta ni tránsito, como si consistieran únicamente en
el contenido de mis ojos, en la unidad de mis palabras, en el espesor de mis
oídos.
Son obedientes y yo siento su reunión como una salud que se
refugia en la oscuridad.
Es una amistad dentro de mí mismo;
es un estambre urdido por manos que son suaves en el
interior de los días.
Antonio Gamoneda
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